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Cosas de la Navidad

Fieles a una tradición que ya cuenta con más de veinte años, esta Nochebuena salimos los amigos a cantar villancicos. La cosa tenía mérito, no sólo por el valor que supone salir a la calle con una temperatura en torno a los 5º, sino porque no todos en la docena de cantarines que rondan ya los cuarenta (y soy generoso) han sido llamados por los caminos gloriosos de la canción. Pero con buena voluntad y un repertorio autóctono cargado de pastores agraciados y reyes de lejas tierras pudimos salir del paso más o menos airosos. Como hay que salir después de la cena y tras un pequeño ensayo recordatorio, el debut se pone en las once. No sé si porque el pudor nos va invadiendo con la edad o porque también en los pueblos se va imponiendo esa fea costumbre de cerrar las puertas de las casas a cal y canto, el recorrido se limita a familiares, amigos y lo que podríamos llamar "clientes fijos". La secuencia suele ser más o menos la siguiente:
-¡Se canta o se reza!- grita alguien en la puerta.
-¡Adelante!¡Se canta!- contestan desde el fondo de la cocina.
-"Dios le de a usté buenas noches
con alegría, también contento,
venimos celebrando
el Nacimiento..."
-Clap, clap, clap...-aplauden los benevolentes oyentes, que mientras nosotros nos desgañitamos han seguido cenando como si tal cosa, mientras en la televisión truena La Batidora o programa similar.
-¿Ahora cuál cantamos? ¿El siete?
- No que ese es muy largo, mejor el tres.
-"Cantábale y adorábale
y arrodillábase porque era Dios...".
Y así, entre la burra que va para Belén por una montaña oscura, la Virgen que sacude y barre el portal y el negro Baltasar, que era "enteramente barbudo", completamos el recital. Al menos no caemos en los tópicos del que acude a Belén poniéndose y quitándose remiendos o de los peces que no paran de beber en el río. Los aplausos son cada vez más tibios, y, ante nuestra insistencia por agradar, hay entre el público como un removerse en las sillas y coger otra postura no sabiendo ya muy bien qué cara poner ante semejante espectáculo. Al fin alguien se lanza y nos ofrece una bandeja de dulces navideños y una copita de cualquier cosa, remedio milagroso para hacernos callar (pues ¿quién podría cantar "Los celos de San José" mientras se come un polvorón?). Lo de la copita tiene sus peligros, por pequeña que sea. Intenten beberse en el lapso de hora y media sucesivas copitas de aguardiente, licor de café, menta, vino, champán, más aguardiente, digamos que anís, una cerveza y vino, y luego prueben a cantar "Vamos pastores": ¡ni los reyes con su estrella lograrían llegar al portal!.
-Ea, pues buenas noches y feliz Navidad- decimos al fin mientras vamos saliendo otra vez a la fría calle.
-Feliz Navidad, y hasta el año que viene- se oye decir a los anfitriones como en un suspiro de alivio.
Y así un año más se cumplió la tradición, ya tan perdida. Hoy los niños prefieren salir por las casas la noche de Halloween y no dudo que pronto se impondrá la costumbre de la cena de Acción de Gracias. Pero esto de cantar villancicos en Nochebuena tiene como un encanto especial, difícil de describir, imposible de comprender si no se vive. El encanto de vivir las tradiciones como las hemos aprendido y a través de las cuales nos hemos hecho adultos. El placer de romper la rutina de reuniones forzadas, de alegrar noches solitarias, de resucitar nostalgias. En fin, el placer infinito de compartir con los amigos el frío de la noche y el calor de unos espíritus, hoy como ayer, rebosantes de alegría.

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