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Un paseo

Cerro del Cuerno/14

En 1855 el Ayuntamiento y los vecinos de Añora envían un escrito a las Cortes Constituyentes solicitando que la dehesa de la Vera, que formaba parte de los propios de la localidad, fuera excluida de la desamortización que se avecinaba, “para que siga siendo la nave conductora de estos moradores, la admiración de los transeúntes, que como un nido se ve colocada en medio de terrenos desprovistos de todos montes, vivificando sus circunferencias, siendo por lo tanto vigilada y esmero cultivo por estos laboriosos habitantes, a la par que evitará su destrucción y el abandonar su pueblo natal, donde veneran los restos de sus padres...”. Me gusta citar este texto de tan confusa sintaxis porque veo en él la máxima expresión de identificación del hombre con su tierra y con el medio natural que le acoge, al entablar un vínculo vital entre el mantenimiento de la dehesa y la permanencia de sus moradores como comunidad. Ya los testimonios escritos más antiguos que hablan de la comarca se refieren al encinar como elemento fundamental en la configuración de su personalidad humana y cultural. La dehesa ha sido a lo largo de los siglos la base primordial del desarrollo económico de nuestros pueblos y muchas de sus fiestas están relacionadas con un culto a la encina subyacente. Su protección, en el sentido amoroso que manifiestan los documentos decimonónicos, debe ser tarea prioritaria.

Paseando por nuestros campos, en los que de nuevo despierta gozosamente la primavera, hete aquí que hoy me encuentro con una moderna amenaza, poco relevante quizás, pero enojosa. En los Jarales de Añora, pero supongo que también en los montes de otros pueblos, es frecuente que un tranquilo paseo se vea sorprendido por la violenta sacudida de motoristas practicando cross o eso que llaman enduro. Las motos, con su fuerza atronadora, destrozan los caminos, tanto públicos como privados, contaminan acústicamente el entorno y molestan a la fauna del lugar. No sé si es un mal necesario para respetar otros derechos, pero incomoda su altivez y su extemporánea presencia en lugares donde más propiamente esperarías encontrar el silencio milenario de las encinas. Considero que no benefician el equilibrio de la dehesa y los ayuntamientos no deberían acudir al concurso de su promoción, organizando competiciones que acaso difundan una afición todavía incipiente pero que quizás llegue a ser fastidiosa. Hoy, paseando entre encinares, huyendo del mundo, se me ha ocurrido esto, mientras deseaba que la dehesa siga siendo, en tiempos de incertidumbre, “la nave conductora de estos moradores”.

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