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Cerro del Cuerno/47

Javier CercasConocí a Javier Cercas en 1985 en la población leridana de La Seu d’Urgell, adonde ambos habíamos sido destinados a cumplir nuestra fase de prácticas como sargentos de complemento. Reconozco que, aunque durante aquellos seis meses cruzaríamos sin duda algunas frases y acaso mantuviéramos alguna conversación, no tuve una mayor relación con él, dada la naturaleza de nuestra personalidad y el hecho de que pertenecíamos a compañías distintas. Después de una comida de despedida pocas fechas después de la Navidad, no volví a saber nada de él hasta que lo ví fotografiado a todo color luciendo un sombrero panamá en las páginas de moda de El País Semanal, quince años después. Ya por entonces había oído hablar de una novela que comenzaba a despuntar con el título de Soldados de Salamina, pero hasta ahora no identifiqué al autor con mi antiguo conmilitón. Aunque todavía el libro no se había convertido en el fenómeno de masas que fue luego, yo me apresuré a comprarlo y leerlo, con el íntimo deseo de que aquellos elogios y parabienes de que había sido objeto en las críticas especializadas fueran en realidad, como tantas otras veces, mera artillería para esconder otro producto mercantil necesitado de promoción. A medida que iba devorando sus páginas, sin embargo, hube de rendirme ante la evidencia de un texto novedoso, muy conmovedor a pesar de recalar en un tema tan trillado. La envidia no necesariamente sana que sentí al enterarme de que un viejo conocido había publicado una novela tan elogiada (estas cosas son más llevaderas cuando los afortunados son desconocidos) se tornó rápidamente en admiración ante la realidad incontestable de su obra, quizás ayudado porque también yo, que quizás en otro tiempo había albergado esperanzas de poder escribir alguna cosa de interés, me había convertido ya entonces en uno de “esos plumíferos cuarentones que hace tiempo arrumbaron en silencio las furiosas aspiraciones de gloria que alimentaron en su juventud” y no me resultaba tan difícil reconocer en otro la capacidad que yo no poseía. Ese mismo año le espié furtivamente mientras firmaba ejemplares (bien que pocos todavía) en una caseta de la Feria del Libro madrileña. No me atreví a acercarme para saludarle: esa era la naturaleza de mi personalidad a la que aludí antes. Ahora Javier Cercas, como buen juanramoniano que nunca deja en paz la rosa, ha vuelto a escribir la misma novela, pero mejorada. Y tras pasar varias noches hasta el pórtico de la madrugada leyendo La velocidad de la luz, hoy al fin me he decidido a escribirle, para saludarle y para felicitarle, y para alegrarme sanamente de que alguien a quien conocí sea capaz de escribir novelas tan espléndidas.

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