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Septiembre

Cerro del Cuerno/54

En septiembre de 1897, uno más entre las decenas de forasteros que llegaban por esas fechas con motivo de su feria de ganado, vino a Pozoblanco Francisco Solano Pérez Zafra, un joven labrador de veinticinco años natural de Montilla que trabajaba como asistente de un matrimonio de feriantes. Terminadas las fiestas y los rodeos, los tres marcharon hacia Villanueva, a donde nunca llegarían. En el paraje de Nava Redonda, en pleno corazón de la dehesa de La Jara, Pérez Zafra descargó su Remington sobre el matrimonio mientras dormía, matando al marido e hiriendo gravemente a la esposa. El botín obtenido ascendió a poco más de cuarenta duros, con los que pudo huir a Málaga hasta que fue apresado y ejecutado dos años más tarde con garrote vil en un patíbulo levantado al efecto en el Arroyo Hondo de Pozoblanco. Ésta y otras historias de truculencia rural, que en otro tiempo hubieran sido argumento y carne de pliegos de cordel, se referían todos los septiembres a la hora de la comida entre los comisionistas y huéspedes que se alojaban en la Fonda Damián, donde quizás también la escuchó el antropólogo Julio Caro Baroja, que en el otoño de 1949 se alojó allí y supo de los secuestros y otros actos de bandolerismo que por entonces acaecían en la sierra, los cuales a menudo, como tras la Revolución septembrina de 1868, terminaban con la muerte de una víctima quizás distinguida por su participación en la política del momento. Así me lo cuenta mi interlocutor a los postres de una comida en el restaurante del Hotel Los Godos, donde hace más de veinte septiembres se alojó el torero que daría nombre y color a la historia reciente de Pozoblanco. La mañana del día en que iba a morir, Francisco Rivera Paquirri, junto con algún miembro de su cuadrilla, desayunó en una de estas mesas mientras cualquier parroquiano en su tercera copa de aguardiente pasaba lista a los tiroteados por la Guardia Civil en un septiembre de los lejanos cuarenta en las proximidades de la Chimorra, refugio de los últimos ilusos o ilusionados. Y puede que, al pasar por allí pocas horas después, el torero en su delirio aún alcanzara a oír los disparos y los lamentos de los guerrilleros al caer, cuando, en una ambulancia que acusaba la eterna curva de la muerte hacia Córdoba, el diestro comprendiera que su muerte entraría ya para siempre en el catálogo de los romances de ciego del populacho hambriento y en la letanía de las historias que se contarían eternamente en las tardes de café de los bares de Pozoblanco, durante todos los largos, monótonos septiembres de su existencia.

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