Pedrique: tan extrañamente otoñal
En Pedrique el paisaje se impone.
Una jornada tan extrañamente otoñal. Elegimos y concertamos esta visita allá por el mes de agosto, confiando en que, según acostumbra la naturaleza, el campo habría vestido ya por entonces el traje verde con que gusta encarar los noviembres. Pero tantos meses sin lluvias nos han ofrecido cierta desilusión visual. El paisaje, que debería haber cumplido una explosión de exhuberancia y frescor, se ofrece ahora al paseante seco y gris, y tan sólo el eterno encanto de la encina y el olivo y el siempre excitante vértigo del relieve montañoso de la sierra nos congratulan con tanta pobreza inesperada. Para disfrutar del paisaje en su esplendor habrá que volver en otra ocasión.
Tras el primer intercambio de impresiones en Pozoblanco, partimos hacia Pedrique por la carretera de Villaharta, entre los refunfuños de algunos, temerosos del poder maléfico de esta legendaria ruta, y el despiste -quizás voluntario- de otros, que cortaron por lo sano poniendo rumbo a la carretera nacional. La travesía de la sierra no gozó del placer que suele derrochar por estas fechas, a causa de la ya casi preocupante sequía que padecemos este otoño, pero la sinuosidad de su trazado me parece una prueba que pone el monte a quienes osan la aventura: una prueba que hay que vencer, siendo sólo la satisfacción el premio a tanto coraje y valentía. En La Chimorra nos detuvimos a contemplar los dos mundos que divide y a recordar la vieja historia reciente de la comarca, con esos restos de trincheras cuya mera contemplación produce escalofríos.
Trincheras de viejos enfrentamientos en La Chimorra
Atravesando la blanca Villaharta, colocada en envidiable enclave, llegamos a Pedrique, donde ya nos espera Aurelio Teno hijo, que nos servirá de guía de lujo en esta visita. Sin apenas tiempo de apreciar el entorno, Aurelio nos sumerge en el mundo imprevisto del arte y sus motivos, con eruditas y a la vez sencillas explicaciones técnicas y artísticas sobre modos, formas, temas y significados. Todo parece más cálido cuando se comprende, e incluso la belleza gélida de las geodas alcanza otra dimensión con sus palabras.
Aurelio Teno hijo explica formas y significados.
Aurelio nos comenta las esculturas que rodean el vetusto edificio ("no monasterio, sino eremitorio"), explica el esfuerzo familiar para la reconstrucción a partir de un estado ruinoso de los inmuebles y nos hace pasar a un patio interior. Desde aquí, como quien enseña a un niño una golosina tras el cristal, se nos muestra un claustro y una ermita, y se anuncian otras dependencias vedadas al común. Saber que existen y no poder compartir su frescor desilusiona más. La visita, en realidad, se reduce a dos salas de moderna factura en las que se exhibe una muestra de la obra escultórica de Aurelio Teno (de ambos Aurelios, en realidad, pues uno idea y el otro construye). La presentación es completa y se agradece, y el hijo del artista -también artista él- se recrea en la exégesis, transmitiendo amor a la obra y a su significado. A pesar de que habrá contado estas historias cientos de veces, no hay rutina en su discurso y todo parece especialmente preparado para nosotros. Al terminar su exposición, se lo digo: "me han gustado sus palabras, pero, sobre todo, el modo en que usted acaricia las obras al comentarlas. Me parecen gestos de gran expresividad, que transmiten sensaciones incapaces para las solas palabras". Porque Aurelio Teno, hijo, cuando habla de ellas, las toca. Desliza sus manos de artesano por la cerviz curva del toro o por los picachos encrespados del águila como quien arrulla a un amor necesitado de caricias para ser comprendido en su totalidad.
La ermita, con el olivar de fondo.
Luego, un paseo por los alrededores pemite comprender la verdadera naturaleza del lugar. Impresiona la rotundidad vertical de las montañas que rodean y se imagina uno el impacto hipotético de estar allí en una oscura noche de tormenta. Nada del edificio antiguo se puede visitar y tan sólo queda el regusto de imaginar cómo sería la vida allí, entre muros que un día acogieron a severos anacoretas y que hoy se antojan cálidos y confortables. Don Quijote, omnipresente, hubiera fabulado destinos imprevistos.
En el comedor compartimos viandas, bebidas y risas. Cuento más de cincuenta comensales, nunca fuimos tantos en estas visitas que ya alcanzan siete. Muchos somos ya viejos conocidos de una vez y otra, algunos se incorporan por primera vez, todos somos bienvenidos. Tras los postres (¿y qué me dicen de esa manta de Pedroche?: otro descubrimiento de este viaje), la foto protocolaria del grupo y regreso a casa, ya en desbandada. Algunos, todavía necesitados de un remate, nos detenemos en la escultura de Aurelio que la Mancomunidad colocó a la entrada de la comarca, en el Puerto Calatraveño, cuya miniatura habíamos visto en el museo de Pedrique. Recordamos las palabras del guía: el hombre de Los Pedroches, aferrado a su tierra, que debe marchar obligado por fuerzas ingobernables, pero que no olvida atrás a su tierra y sus principios. Como una Dafne masculina, el bronce antropomorfo se transforma en encina y ya sus brazos son ramas y sus pies raíces. De espaldas al hogar, desnudo y enfrentado solo al futuro. Como tantos, tantas veces.
Don Quijote cabalga por la sierra
Dependencias prohibidas
Claustro del eremitorio
Todos escuchamos interesados las explicaciones.
Vista general de Pedrique
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