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Lo del domingo en La Jara

Autoridades en el acto de coronación de la Virgen de Luna, el pasado domingo [Fotos distribuidas por la organización].

Resulta evidente que acontecimientos como el vivido el pasado domingo en La Jara no pueden analizarse desde la teología, sino desde la sociología. Lo que haya de fe y devoción en ellos queda reservado a la intimidad de quienes así lo sientan, a su propia vivencia personal dentro de una realización colectiva. Y ni siquiera mostraremos ahora la intuición de que cuando Tomás de Aquino escribió en su Suma Teológica aquello de que «el culto de la religión no se dirige a la imagen en sí misma como realidad..., sino que tiende a la realidad de la que es imagen», el escolástico jamás hubiera podido imaginar la celebración de actos como este del domingo al que nos referimos, donde resulta tan difícil distinguir la imagen de la realidad y cuál sea efectivamente el objeto de culto. Tal vez no faltara el domingo allí quien dijera aquello de "Ella, para nosotros es una persona. Así lo entendemos y así es", rompiendo el canon de mil años de teología.

Porque el acto del domingo en La Jara tenía, fundamentalmente, una dimensión de legitimidad representativa, de afianzamiento jerárquico y de manifestación pública del poder de la Iglesia en el ámbito simbólico. El análisis de todos estos aspectos correspondería más bien a un paper para una revista científica de antropología social y cultural, no a un simple blog intrascendente como este, pero detengámonos al menos en algunos detalles.

Isaac Reyes, alcalde de Villanueva de Córdoba, ha escrito en sus redes sociales que "vivir la Coronación de nuestra Virgen de Luna desde dentro, como cualquier vecino, ha sido un honor inmenso y un momento muy emocionante como alcalde". Y ahí está una clave. Porque Isaac no estaba allí como "vecino", sino como "alcalde". Los vecinos no tenían reservada una silla en la primera fila junto al resto de autoridades. El alcalde socialista de Villanueva de Córdoba estaba allí como representante de un pueblo, sí, pero también de unas ideas por las que ha sido elegido en las urnas. Y este conflicto entre legitimidad ideológica y religión privada no ha sido resuelto todavía por los políticos de izquierdas. No digo en nuestros pueblos, sino a nivel global.

El obispo de Córdoba impone la corona a la imagen de la Virgen de Luna.
 
Los rituales de la religiosidad popular son parte del patrimonio colectivo, reflejo de la identidad local y de tradiciones que trascienden lo estrictamente confesional, pero no puede obviarse el componente de hegemonía cultural y religiosa que impera en muchos de ellos, especialmente en invenciones arbitrarias como la del domingo en La Jara, creadas expresamente con una finalidad proselitista. Apoyar estas celebraciones no implica, obviamente, respaldar los dogmas religiosos que subyacen en ellas, sino reconocer su papel en la vida comunitaria como ejes fundamentales de participación ciudadana y respeto a las tradiciones populares. Pero qué duda cabe de que esta postura puede generar tensiones internas, ya que algunos sectores de la izquierda, más centrados en el laicismo estricto, podrían ver en ello una concesión al sometimiento histórico de los pueblos a la religión (el opio del pueblo, según Marx), al vincular las tradiciones religiosas con estructuras de poder dominantes o ideologías alienantes. 

Resulta evidente, digámoslo ya, que la participación en este tipo de celebraciones tradicionales por parte de los partidos políticos (de todos, de derechas y de izquierdas) se ha convertido en una forma de conectar con las demandas populares y evitar que cualquiera de ellos (una vez que los ritos atávicos han sido desprendidos de sus componentes más subversivos) monopolice el discurso sobre la tradición y se beneficie en exclusiva de su influencia social. Dicho en términos de tertulia radiofónica, se trata de ganar votos o, al menos, de no perderlos. Ezra Klein y Derek Thompson han teorizado sobre ello en su libro Abundancia, donde proponen no dejar en manos de las formaciones populistas de derecha los espacios culturales de las creencias y las identidades religiosas, sino "ocuparlos" con una visión generosa y positiva que ofrezca valores compartidos. La fe, si la hubiera, pertenece al estricto campo de lo personal y no es un valor que deba representarse institucionalmente. La coronación canónica pontificia de la excelsa patrona Nuestra Señora de la Virgen de Luna fue, como todos los actos representativos de la Iglesia, un juego de intereses en el que siempre gana la institución eclesiástica: durante dos mil años viene sirviendo a dos señores con gran éxito.

No digo ya desde el laicismo, sino desde la propia mentalidad introspectiva de un ciudadano común, actos como el de ayer resultan absolutamente incomprensibles. Es decir, a mí mismo, culturalmente cristiano, inmerso desde el nacimiento en los rituales tradicionales de la fe católica y conocedor someramente de los principios evangélicos, me resulta imposible entender qué es lo que se celebraba el domingo en La Jara, qué fundamento bíblico o litúrgico lo respaldaba, qué añade a la devoción de la Virgen de Luna la imposición de una corona, un símbolo terrenal para la divinidad, un paso más en la idolatría. Qué componente devocional o de piedad, qué esencia evangélica, se esconde tras el boato y ceremonia de un acto de coronación real que, al contrario, parece contradecir abiertamente los principios de pobreza y caridad que en la infancia nos enseñó el catecismo. Alguien, obispo o acólito, debería explicar si la performance del domingo tenía laguna finalidad más profunda que la de demostrar el poder simbólico de la Iglesia apelando a los más básicos sentimientos, los que residen en las entrañas, en las tripas, aquellos que nos hacen llorar ante la belleza de la música, el olor a incienso y el oro de las estatuas, pero nos dejan indiferentes antes crisis humanitarias tan profundas como las de Gaza o Sudán. 

Altar levantado en una carpa montada expresamente para la ceremonia.

1 comentarios :

Anónimo | martes, diciembre 09, 2025 11:32:00 a. m.

Bueno. Las cosas simples y de fácil lectura, en apariencia, son complejas, y vicebersa. Una estampa de esta naturaleza, como la que vimos, rebrota claridad por doquier, tanto desde la esfera religiosa como política, porque hay protocolo de jerarquías, aparato escenográfico con mayúscula (de los dos ámbitos), ideario ideológico, sumisión y retraimiento del pueblo llano (atrás, afuera...), etc. Fácilmente se leen los mensajes de uno y otro lado, porque converten (quitando lo accesorio, los acompañantes de oficio...). En lo más profundo, pues también, las esencias de los mensajes del altar y las formas y mentalidades de quienes estaban en pose y eran recogidos por las cámaras. Desde luego que esto que se lee con facilidad, puede aquilatarse mucho más con un estudio profundo sociológico, pero repito: claridad en superificie y profundidad se aunan y no son difíciles de entender. Tampoco a diario, con las procesiones, asistencias de autoridades, asunción de ideologías, proliferación de santos, etc. Y paredece fácil entender la democracia (ja, ja, ja).

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