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Los hijos de la mina

Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957) es actualmente el escritor más prolífico de Los Pedroches. Es autor de numerosos libros de poemas, que reúnen ellos solos más premios que toda la generación del 27 al completo. Casi todos, además, y curiosamente, están publicados por organismos oficiales, a pesar de que el autor, que se jacta de su independencia, suele quejarse del abandono en que se encuentran los creadores. Recientemente ha dado a la luz su sexta novela, Los hijos de la mina (Libro Hobby Club, 2003), que él mismo ha considerado en una entrevista en Los Pedroches Información como una obra de madurez. Se trata de una narración absolutamente plana, sin ninguna emoción, que reproduce el esquema argumental y motivos de anteriores obras: un pequeño secreto familiar (en este caso del todo previsible) que se plantea al comienzo y se resuelve como de pasada al final, logrando mantener a duras penas el interés por la lectura; el emigrante que regresa nostálgico al hogar de la infancia; el paisaje de la dehesa; un costumbrismo rancio, lleno de tópicos; personajes sin ninguna profundidad, etc. Todo ello con una prosa pedestre, que abusa de los paréntesis, trufada de metáforas realmente empalagosas (“rielaba una paz de humo muerto sobre el campo”) o ya gastadas (“los polvorientos desvanes de mi espíritu”), a las que se unen comparaciones escolares (“una paz densa, como de cementerio”) o realmente excesivas (“[las vagonetas] quedaron muertas…como decrépitas morsas asesinadas por el cachalote del tiempo”). Por lo demás, los episodios teóricamente más atractivos se resuelven secos, sin que ninguna emoción los envuelva: el encuentro de los hermanos, la muerte del niño, el suicidio de la madre…, por no hablar de esa teofanía final recién sacada de un manual barato de autoayuda. No me parece acertada tampoco la voluntad del autor de cambiar los nombres de los pueblos de la comarca, puesto que los nuevos no mejoran literariamente a los originales: valle de los Pedriles, Pozodulce, Zarzalejos, ¡Santa Eulalia!, Hinojal, El Tilo… en fin. De todo el libro lo mejor, con diferencia, es una de las citas iniciales, de Emilio Gavilanes: “Hay lugares que resultan invisibles tanto para el que llega como para el que nunca se ha ido. Sólo puede verlos el que vuelve”.

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