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El problema muchas veces es sencillamente no comprender que el mantenimiento del patrimonio histórico del pasado no sólo no es incompatible con el desarrollo urbanístico o industrial de las ciudades y pueblos, sino que puede ser un valor añadido al progreso. En ocasiones asombra ver cómo en los pueblos nuestros vecinos derriban viviendas que responden a cánones estéticos vernáculos y se privan de valores arquitectónicos acreditados por la tradición para edificar nuevas construcciones sin ningún gusto y que ni siquiera superan en funcionalidad a la original. No sólo privan a su casa del valor añadido de lo tradicional sino que además lo hacen buscando modelos que no ofrecen ninguna garantía de mejorar lo destruido. Sólo tienen un valor positivo: son modernos. Ocurre lo mismo con los edificios públicos: los nuevos juzgados de Pozoblanco añadirán ya para siempre a su condición de construcción nueva y acorde a las necesidades administrativas de los actuales tiempos el valor, tan caro al Derecho, de haber conservado la estructura arquitectónica de un edificio histórico. Otrosí: el edificio nuevo del ayuntamiento siempre será superado por el antiguo, pues, siendo iguales en todo lo demás, el antiguo posee unas connotaciones de gestación en él de la personalidad histórica de la localidad que el otro tardará todavía en alcanzar. Y esta suma de valores se hace, además, sin renunciar a la comodidad y funcionalidad, pues los avances constructivos permiten adaptarlo todo a cualquier cosa sin apenas modificar las apariencias. Y es cierto que Pozoblanco, con las tropelías cometidas en su pasado, no podrá ya dedicarse a "vivir del teatro mientras en cualquier taiwan las máquinas fabriles funcionan a toda marcha" (Arcadi), pero acaso todavía podría asegurarse unos títeres de marionetas.

Lo del castillo es otra cosa. Se trata no sólo de rescatar de la destrucción por desidia un edificio sobresaliente del patrimonio histórico-artístico no digo ya de Los Pedroches, sino español, para abreviar. Esto no es ya una opción que haya que barajar, como si de conservar o no la fachada de una antigua fábrica se tratara, sino de una obligación que no admite demoras ni excusas. No se trata de estudiar la posibilidad, sino de decidir ya el cómo. Urge hacerlo y su negación habrá que considerarla un delito público contra el patrimonio cultural, cuya conservación es un derecho y una obligación de los ciudadanos. Los posibles beneficios que pueda recibir la comarca de parte del turismo será una consecución secundaria, derivada. Pero aquí la prioridad es la recuperación del edificio en sí mismo. Quien no entienda el porqué, debería ir allí, sentarse frente a la Torre del Homenaje y dejarse persuadir por su fantasma.

Y, en fin, espero así, tacita a tacita, ir asegurando ese puesto de concejal.



En apenas una semana me he ventilado las 576 páginas de La sombra del viento, que resultó ser un folletín decimonónico que vacila entre el neogoticismo del palacete de los Aldaya y el realismo social de posguerra del barrio del Raval. A mí, realmente, no me gustan demasiado estos argumentos tan sumamente enmarañados, pues los encuentro artificiosos en exceso, pero reconozco que uno podría comenzar el libro y no parar de leer hasta terminarlo, olvidándose de cualquier otra necesidad física o intelectual, dado que la tensión narrativa, ayudada por su fácil lectura, engancha hasta extremos que hacía mucho que no recordaba. Y aunque la historia se va simplificando a medida que el lector avanza en su conocimiento y el final mezcla desenlaces predecibles con alguna trampa que se podría haber evitado, hay que concluir que uno pasa muy buenos momentos leyéndola, lo cual es una de las mejores cosas que pueden decirse de una novela. Pero conste que la gran novela de Barcelona sigue siendo La ciudad de los prodigios.

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