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Soledad

Cerro del Cuerno/40

Parece que allá a lo lejos se oye el sonido agrio y salvaje de una matraca violentamente golpeada, que recorre las calles de Añora anunciando días de silencio y de tristeza. Desde el interior de nuestras casas, en tardes polvorientas, comprendemos la llamada para acudir a larguísimos oficios de tinieblas que desde mi niñez se veían con la grandeza de lo ritual y con el misterio de lo que no se puede ni debe comprender. Allí a lo lejos estaba don Fernando, sobre un altar que tenía la distancia justa de lo sagrado, repitiendo lecturas ya sabidas de un año y otro, que los mayores iban incluso siguiendo con los labios, pero sin llegar a pronunciar ninguna palabra. Luego el rito inmenso del lavatorio de los pies, de luces que se apagaban, de un gran cirio que se encendía, de una cruz que había que besar, de olor a cera y a incienso...

En esa historia de la memoria acuden ahora a mi mente canciones de Pasión que cantaba mi abuela materna desde una pequeña ventana en la cámara de su casa, por la pared de la calle el Rastro, durante la procesión nocturna de la Virgen de los Dolores en su viernes, poco antes del Sermón de la Soledad: “La Virgen subió a los cielos/ a cambiar su manto azul/ por otro de seda negro/ para el luto de Jesús”. El luto sobrecogía en las calles y en las almas de aquella Semana Santa, y también el silencio. El silencio de las campanas, pero también el de las personas, sin licencia entonces para ser felices en unos días donde la Vera Cruz imponía los límites de la libertad de pensar, si es que acaso alguien alcanzaba tal aspiración. Cuando dejamos de creer, todavía sobrecogía el dolor de la sangre derramada en la liturgia del Jueves Santo.

Parece que oigo un cantar: “Ya vienen las golondrinas/ con el pico ensangrentado/ de quitarle las espinas/ a Jesús crucificado”. La voz suena todavía por las calles, y la saeta de mi abuela se convierte en costumbre, y cada año al pasar en procesión bajo la ventana la imagen se detiene con la indolente rutina de lo sabido y espera la canción del dolor, que nunca falta. Y se detuvo también y esperó en vano aquél último año, aguardando unos versos tristes que no llegaron porque mi abuela ya no podía cantar, porque se había secado la voz en su garganta, y tras la espera de apenas unos momentos en un silencio que lo decía todo, la Virgen siguió su camino, como siguen siempre todos los caminos, con la tristeza de un abandono más, con la angustia de otra ausencia, en ese llanto eterno que hace de esa Soledad la representación iconográfica perfecta de nuestra auténtica madre verdadera, la que siempre llora, la que siempre espera.

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