Durante quince días del verano de 1994 un amigo y yo recorrimos en un coche de alquiler el centro y norte de Israel, desde la Masada del Mar Muerto hasta la ciudad santa de Safed, a un paso de los Altos del Golán y de la frontera con Líbano. En una de aquellas jornadas de interminable aventura acudimos, esta vez en un taxi colectivo que atronaba por los altavoces de la radio las enseñanzas del muecín, a Jericó, la ciudad más antigua del mundo, en pleno desierto de Judea. Aunque sólo se encuentra a 35 kilómetros de Jerusalén, el viaje supone un traslado en el tiempo. Quizás tenga algo que ver que se trate de la ciudad más baja de la Tierra: 258 metros por debajo del nivel del mar. Esta capital de la Autoridad Nacional Palestina, poco acostumbrada a la llegada de turistas, no ofrece ningún servicio al viajero. No hay ni siquiera un pequeño restaurante sencillo, tan sólo apenas esas indescriptibles tiendas del mundo árabe donde se hacinan alfombras y tubos de acequia junto a las frutas del oasis y quizás una pieza de carne atiborrada de moscas. El contraste con la ciudad cosmopolita de Jerusalén no puede ser mayor (y qué decir ya con la moderna Tel-Aviv y sus playas). Calzadas de tierra simulan calles robadas al desierto y al pasear por ellas buscando algo que observar que no levante las sospechas de los naturales del lugar uno comienza a sentir miedo al comprender que nos hemos introducido en un mundo que no es el nuestro, en el que no conocemos los códigos de comportamiento y donde resultaría una osadía imprudente saborear una Maccabi (imposible de encontrar, por otra parte). Ya marchamos, temerosos de tanta novedad, renunciando a visitar el palacio del sultán Hisham, con el corazón encogido y comprendiendo cómo en los cien kilómetros que separan Tel-Aviv de Jericó, pasando por Jerusalén, uno entiende la mal repartida diversidad natural de esta tierra, los vergeles a un lado, los desiertos a otro, y acaba descubriendo con horror que mientras el reparto no sea distinto nunca podrá haber paz en esta tierra dolorida tantas veces santa.
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