Muestra de Gastronomía y Folklore

Muestra de Gastronomía y Folklore

El pasado domingo se celebró en Fuenta La Lancha la VIII Muestra de Gastronomía y Folklore de Los Pedroches, organizada por la Mancomunidad de Municipios y con la colaboración del Centro de Iniciativas Turísticas. El objetivo de esta muestra viene siendo difundir los valores culinarios y gastronómicos de la comarca, no sólo en cuanto a sus productos autóctonos sino sobre todo en cuanto al modo de elaborarlos. Que la cocina tradicional no es cosa del pasado lo demuestran los modernos restaurantes que van surgiendo en muchos de nuestros pueblos, los cuales, rescatando formas y técnicas ancestrales, ofrecen presentaciones actualizadas ante las que resulta inútil cualquier resistencia.

Como pórtico a la jornada, el escritor pozoalbense Juan Bosco Castilla pronunció un pregón en el que, sin dejarse vencer por la nostalgia de tiempos pasados no necesariamente mejores, invitó a no olvidar "el enorme saber popular que suponía el recetario de nuestras abuelas". Consciente de que muchas personas que no pudieron asistir a aquel acto se sentirán muy identificadas con las impresiones y emociones del pregonero, expuestas con el sentimiento de quien vuelve a vivirlas al recordarlas, Solienses ofrece el texto completo del pregón, que incorporamos también a nuestra sección Tribuna:

Pregón de la VIII Muestra de Gastronomía y Folklore de Los Pedroches

Cuando yo era chico, compraba el pan antes de ir a la escuela. Entonces no había hipermercados ni supermercados ni congeladores y los niños andábamos todo el día yendo y viniendo a las tiendas a comprar las cosas que no producía la propia familia. Las tiendas eran entonces casas de bóvedas, que jamás pisaban los hombres, donde un tendero, casi siempre mayor, se movía entre estantes llenos de tarros y sacos de malla a medio vaciar con harina, habichuelas, garbanzos y otros productos similares que se medían en una balanza de pesas y se despachaban en papel de estraza.

Por entonces, la cámara de mi casa era un almacén enorme donde se guardaba buena parte de lo que iba a ser el alimento familiar del año: allí había, por ejemplo, un gran depósito de aceite; allí estaban las patatas, a las que siempre acababan saliéndole tallos, las cebollas, los ajos, que colgaban en ristras asombrosas de puntillas clavadas en los palos del tejado y los melones, que dormían sobre los montones de cebada o también colgaban de los palos, aunque éstos lo hacían acunados en las casillas de cuerda que había tejido mi abuelo. En la cámara colgaban, por último, los jamones, que antes habían estado sepultados en una gruesa capa de sal.

La cámara no era el único almacén de la casa. Del tendido de palos de la cocinilla colgaban los chorizos, las morcillas, los salchichones, las tripas, el cuajar y otros productos de la matanza. Los lomos se guardaban en grandes orzas; las aceitunas frescas en lebrillos y las añejas en tinajas, y los tomates, que se habían envasado con prisas en una sola tarde junto con los polvos conservantes que poco antes yo mismo había ido a comprar a la botica, se almacenaban en toda una colección de botes desiguales.

El mundo era entonces diferente y quizá estuviera lleno de olores y sabores auténticos, pero yo no tengo nostalgia de él.

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