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Volando sobre el cerro Almogábar

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
M. Hernández.



Ya era mucha coincidencia...

Yo tenía 14 años recién cumplidos cuando Alfonso, un amigo de la infancia y piloto compañero de vuelo del Club Jarapente de Vva. de Córdoba, me habló de que cerca de su cortijo había un cerro con las ruinas de un castillo y varios cercados con tumbas. Y las cosas de la edad. Y el ansia de conocer. Y la necesidad de descubrir... No tardamos mucho en organizar una expedición –viarreta que dijeron nuestros padres- para encaminarnos a lomos de nuestras bicicletas G.A.C. cruzando la dehesa por blancos caminos de cuarzo.

Una vez llegamos a la falda de la elevación, amarramos nuestras cabalgaduras a un poste de hierro oxidado del que se descolgaba una alambrada de espino. Después cogimos las mochilas y emprendimos el ascenso a la cima. Allí sentados, dando cuenta de nuestros respectivos bocadillos, perdimos la mirada por la vasta extensión que teníamos a nuestros pies.

- ¿Tú ves dónde estamos? Pos yo te digo que tiene que llegar el día en que vengamos aquí volando... fffssssssssschhhhhhh... Alfonso extendió los brazos con la palma de una mano abierta y la de la otra agarrando el bollo de pan con tortilla dentro, sintiendo el viento en la cara.

Un par de años después, el profesor de matemáticas y director del instituto nos preguntó si sabríamos llegar al que llamaban Monte Almogábar. Le contestamos que sí, que ya lo habíamos hecho en varias ocasiones y que, si quería, podríamos ir un sábado. Así fue. Esta vez nos paseábamos en el 2 Caballos azul, matrícula de Málaga del “dire”. Pero claro, un 2 CV no era una bicicleta y la ruta variaba ligeramente. El guía era Alfonso que, supuestamente, conocía todos los recodos de la zona... pero sólo supuestamente. Hartos ya de dar vueltas en redondo por la misma vereda y como quiera que mayo había cubierto los campos de un suave felpudo verde, la opción fue la de tirar campo a través despacito, despacito, hasta que las ruedas delanteras se zumieron en un regajo oculto bajo la hierba.

- ¡Arfonzo! –dijo el matemático malagueño- ¡Te has lucío como Parranda!

Así quedó bautizado nuestro amigo por los restos desde aquel día en que al final, logramos subir otra vez al Castillo de Almogábar , entre cuyas ruinas, un maestro con el habla llena de sal confundió un zorro con nada menos que un ejemplar de lobo ibérico “¡en serio peligro de extinción!”.

Pasó el tiempo, los adolescentes aprobaron las jodidas matemáticas y pusimos rumbo a nuestras vidas de la forma en que mejor sustento nos pareció encontrar. Las obligaciones y la falta de tiempo provocaron un relativo descenso en la frecuencia de nuestras visitas al enclave arqueológico.



Una tarde de verano andaba yo en lo mío cuando Parranda me llamó para invitarme a una cena medieval que organizaban en el museo de Torrecampo. La idea me sedujo y allí que nos plantamos a disfrutar de la hospitalidad de Esteban Márquez Triguero. Tras escuchar las divagaciones de un arqueólogo cubano acerca de las figuras antropoides que se acababan de incorporar a la exposición, pasamos al patio y allí nos enfrascamos al candor de los jazmines y de los orejones de melocotón y albaricoque. Unas horas después, deambulando por las solitarias salas de exposición con mi pareja, di con el Parranda que llevaba un rato perdido.

- ¿Dónde coño andas? –le pregunté.
- Aquí dando una vuelta y acordándome del día que fuimos con las bicicletas al castillo.
- Pues a propósito... sabrás que tenemos un asunto pendiente.

Alfonso se me miró extrañado sin saber a qué me estaba refiriendo y después dio un sorbo a su vodka con limón. En la pared, Adán y Eva, mordían una manzana desnuda.

- Recordarás que tenemos un vuelo pendiente por la cima del castillo.
- ¡Aaaaaah. Cucha éste! Ea, pues a ver... cuando llueva un poquillo que se ponga el campo verde...



La otoñada llegó generosa con la tierra y en pocos días las encinas de la dehesa descansaban su sed y sus amables sombras sobre un verde tapiz. Una tarde, con ligera brisa de suroeste, despegábamos de Villanueva y poníamos rumbo al Castillo de Almogábar. No fue preciso alcanzar demasiada altura para divisar el objetivo de nuestra trayectoria. Durante el viaje en formación, los rejuvenecidos cauces de los arroyos nos regalaban dorados guiños de sol. Por fin, sobrevolábamos el Haza de las Animas.
- Alfonso, voy a descender a 100 metros para ver si puedo grabar los poblados y las tumbas –dije apretando el pulsador del casco que abre la comunicación por radio.
- Recibido. Yo sigo hacia el Castillo. Allí te espero.

Asentí con la cabeza mirando su ala y giré hacia afuera para descender abandonando la formación y evitando la turbulencia del chorro de su propulsor.

Me entretuve un rato con los cercados, las formaciones y los juegos de sombras que dibujaban los recintos para posteriormente ascender hasta encontrarme con mi compañero que continuaba dando pasadas rasantes a la cumbre del cerro.

Ya de regreso a Villanueva recibí otra comunicación de Alfonso.

- Mira hacia abajo, como a las 2 h de tu posición a unos 20 metros a la izquierda del arroyo.

Me fijé y rápidamente tuve contacto visual con un zorro que se dirigía hacia el sol poniente en loca carrera, saltando una tras otra las paredes de piedra de las cercas.

- ¡Ahí va el lobo! –dije riendo mientras miraba al amigo asentir desde su aeronave.

Ayer tarde veníamos de comprar una motosierra que nos estaba haciendo falta para la tala de los olivos. La vieja ya no da más de sí la pobre. Si acaso, para escamujar. Mientras yo conducía, a mi compañera le sonó el móvil. Era mi madre. Silencio. Mi pareja se ahogaba en lágrimas.

- ¡Alfonso! –dijo. Se le quebraba la voz.

Esta tarde es su funeral.

Ay amigo, qué infinita la dehesa y qué vacío se queda el cielo, compañero del alma, compañero...

Texto y fotos: Pedro Torres Sánchez.

1 comentarios :

Anónimo | sábado, enero 12, 2008 12:19:00 p. m.

Pocas veces he leído un comentario tan bonito y emocionante, para un amigo que se ha ido.
Somos polvo y lo único por lo que merece la pena luchar es por dejar un buen recuerdo de nuestra existencia en la memoria de los que nos rodearon.

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