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Crónica de mi pueblo / 1

Iglesia de San Sebastián de Añora [Foto: Hilario Rubio].

A veces uno adquiere conciencia de estar viviendo la historia en primera persona. Me refiero a estar asistiendo a acontecimientos que, cuando pasen los años, las décadas, los siglos, aparecerán reseñados en los libros de historia como ejes de cambios principales en el desarrollo de la vida comunitaria. Las epidemias siempre lo han sido, siempre han propiciado transformaciones de mentalidad y de comportamiento que han derivado en estilos de vida diferentes. Los documentos oficiales guardan registro de los males contagiosos sobrevenidos en distintos momentos de la historia de nuestros pueblos, de las disposiciones nacidas a consecuencia de la emergencia sanitaria, de las devociones surgidas ante la amenaza del mal inminente, de los cambios económicos sobrevenidos. Hasta ahora, cuando uno estudiaba estos hechos (las pestes medievales y modernas, la gripe del siglo XX), tenía siempre la sensación de acercarse a acontecimientos lejanos e improbables, que les sucedieron a otros y que forjaron su momento, pero irrepetibles en nuestra contemporaneidad.


Y, sin embargo, viviendo todo lo que ocurre ahora, uno cree estar leyendo un legajo del archivo histórico, puesto que todo sucede con las mismas pautas, con los mismos aciertos y errores de hace trescientos o cuatrocientos años, con los mismos afanes, incertidumbres e intenciones que entonces. Algún día, cuando la actualidad se convierta en pasado remoto, vendrá un cronista a sistematizar la historia de nuestros días y observará nuestros comportamientos tan parecidos a los de nuestros antepasados que no podrá establecer diferencias significativas entre lo que sucedió entonces y lo que pasa ahora.


Pasear estos días por Añora resulta una experiencia desoladora. El miedo se ha infiltrado por la piel de sus vecinos, porque ha llegado el mal y han reconocido la amenaza potencial. Se ha desatado un torbellino de emociones, avivado por representaciones poco ejemplares, acusaciones, inseguridades. El pueblo (ahora Añora, pero podría ser cualquier otro) se recoge en sí mismo, se cierra frente al riesgo extremo, real o imaginario, quizás expiando su culpa, pero sobre todo protegiendo su propia naturaleza, su identidad. Se tratará de un castigo divino, como rezan los documentos antiguos, merecido por nuestras muchas culpas, y nos queda aceptarlo con sumisión y aguardar que pase por nuestra puerta sin tocar el llamador o el auxilio extremo de la ciencia. Hay un silencio fantasmal que turba, porque advertimos con desasosiego que tras él se arrastra una gran violencia interior, un temor ancestral a la muerte y a otras formas de vida que puedan venir para quedarse.


Hace días que no se actualiza la estadística oficial, pero los rumores hablan del desastre en que vivimos. Vuela la murmuración cargada de dudas, recelos y miedo y no hay una verdad cierta a la que aferrarse. Cae la noche y se aviva la calma. No se oye una voz, ni un murmullo. En el interior de los hogares, con el sigilo de la prudencia y la discreción, se deja pasar el tiempo, aliado de la esperanza. Se espera con ansiedad lo que suceda mañana, comprobar finalmente si los rumores eran pavorosamente ciertos o solo hijos de la desproporción a la que conduce la alarma injustificada. Entre el espanto y la ternura, cerramos los ojos a la oscuridad, esperando encontrar la luz cuando los abramos.

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