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Música en la almohada

Conocí la obra de Pedro Tébar gracias a una entrevista publicada en El día de Córdoba. A través de la tienda virtual de El corte inglés conseguí un ejemplar en unos diez días y lo he leído en dos.
Música en la almohada (Huerga&Fierro, 1999. Premio Tiflos de Cuentos en 1996) se presenta como una colección de relatos situados en Mardencina (nombre imaginario bajo el que pronto se reconoce a Villanueva de Córdoba, pueblo natal del autor) y ambientados en los años 40 y 50 del siglo pasado. Ahí se describen, como retazos de la memoria, hechos, personajes y situaciones familiares para el lector de Los Pedroches, con un tono que –y es de agraceder- se aleja de la habitual nostalgia pegajosa a la que otros autores de este tipo de literatura de evocación nos tienen acostumbrados. Los estilos van desde el costumbrismo más puro hasta ciertos toques no disimulados de realismo mágico, sin faltar ecos que me recuerdan al Muñoz Molina de El jinete polaco.
La lectura de Música en la almohada me ha producido una sensación semejante a la que debieron experimentar los protagonistas de su relato “El mamporrero”. Tras despertar mis glándulas literarias con una prosa clásica y elegante, tras hacerme gozar de este pecado solitario que es la lectura en los tiempos que corren, tras obligar a mis manos a trabajar deprisa pasando hojas, cuando parecía que nada ni nadie hubiese podido reventar el orgasmo que produce la buena literatura, en ese momento, sin embargo, todo se acababa sin conseguir el climax imaginado y deseado, dejándome con la mueca tonta de lo que no ha terminado como debía. Realmente los “relatos” de este libro (¿pero podemos llamarlos relatos?) se leen con el placer de la literatura bien escrita y rica en recursos, pero tras acabar cada uno queda la sensación de que algo falta, como de un climax interruptus, como que se trata de los retazos de una historia que no se cuenta, que está en otro lugar, como si fueran las páginas complementarias de una historia auténtica que no aparece, como si estos relatos fueran los complementos circunstanciales de un sujeto que no se ha escrito. Como si, según la cita inicial de Julio Llamazares, sólo viéramos cuatro o cinco fotogramas de una película que se nos niega.
A veces leyendo estos relatos uno piensa más en el género biográfico, en unas memorias, que, hiladas de otro modo, hubieran hecho innecesaria la división en unidades independientes. Salvo en algunos casos, no hay un argumento narrativo, no hay una historia, o ésta es ligerísima, y lo cierto es que se echa en falta una cierta fabulación. La descripción de ambientes y situaciones es sobresaliente en capítulos como el titulado “La escuela de la Tía Lucía” o “El anillejo” (encantador y reconocible “relato” sobre las antiguas matanzas caseras), pero el lector siente que lo contado no basta, que tiene que haber más, que lo publicado son apuntes para una historia con otra arquitectura, porque de lo contrario todo se queda en un mero ejercicio literario, acabado con brillantez pero artificioso. Por eso mismo, espero con impaciencia esa novela en la que, según anuncia el autor, trabaja actualmente, deseando que resulte ser lo que estos relatos prometen.

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