El novelista argelino Yasmina Khadra responde en el
Babelia de ayer, ante la paradoja de que la mayoría de los escritores de su país no residan en él, que "su inspiración sigue estando al ciento por ciento en Argelia porque es allí donde nacieron y crecieron". Y uno se siente argelino cuando quien firma con nombre, apellidos y cargo me espeta con seudónimo que qué coño sé yo sobre Añora si sólo acudo por allí a echar fotos "y a oir la versión de lo que le cuentan sus amiguetes", esos depravados "que chillan y pervierten bastante" (pero, ¿qué encanto tendrían estos amigos míos si no fueran así?). Y entonces, por mucho que uno intente reconciliarse con la universalidad y huir de tan dañino localismo, la inspiración sigue estando ahí, porque ahí veo también un reflejo de algunos de los males que en el mundo son. Porque ya no se trata de un rechazo al extranjero, sino incluso al propio que, por las razones que sea, hubo de marchar y, llevado por los azares nunca gobernables de la vida, asentarse en otro lugar donde siempre también se sentirá ajeno, por mucho que la savia eternamente activa de la existencia comience a anudar raíces nunca imaginadas. Esa visión tan reduccionista de lo propio, tan dañina en un mundo que queremos abierto y libre de fronteras, es una forma de hacer política, de acotar territorios para sí, de prevenir injerencias que, como dice Khadra, contribuyan "al despertar intelectual del ciudadano que, a largo plazo, pueda amenazar la estabilidad [de los gurúes del integrismo]". No hay freno, no hay límites. Ante tal empeño, debe ser jugosa la recompensa. Pero le digo:
As-salamu aleikum, yo abdiqué ya dos veces de esta lucha repetida, siempre perdedor, antaño y hoy, pero por más desaires que acontezcan, gozoso en la mera contemplación, como Ben Jafaya de Alcira, este poeta hispanoárabe del siglo XI, también como el argelino fuera de su país: "Aquí estoy aguzando la vista en este cielo por ver, tal vez/ el resplandor de un relámpago que proceda de mi tierra chica".
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