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Fiesta y control

En ese afán desmedido de quienes nos gobiernan por controlarlo todo, ahora quieren dirigir también la subversión. Ya se consiguió, tacita a tacita, con el carnaval, dando lugar a ese espectáculo tan bochornoso de la presentación oficial de los carteles festivos, ritual posmoderno que representa todo lo contrario de lo que significa aquel rito rebelde tan antiguo y sustancialmente ácrata. Ahora, el Ayuntamiento de Pozoblanco quería disponer, con el consentimiento de los actores, el lugar donde los jóvenes habrían de manifestar sus ansias existenciales de ser distintos, sus modos de distinguirse -aun fundidos en otra masa- de las generaciones anteriores, sus anhelos siquiera de mostrar en la superficialidad de un gregarismo etílico que hay una raya entre esto y lo otro, que no todo es igual, que tú estás aquí y yo allí. Y viene el Ayuntamiento, ajeno a todo ridículo, a promover la creación de talleres y organizar partidas de juegos de mesa, en un colegueo patético de quien con cincuenta años se considera más joven que todo veinteañero. Y aún se sorprende de que los afectados no hayan contestado a su encuesta, de que no hayan cumplido lo mandado, de que no hayan seguido lo dispuesto, como si de otra cosa se tratara la juventud. El botellón, fenómeno festivo menos reciente de lo que se piensa, no es más que una vuelta al auténtico origen de la fiesta en su sentido antropológico: libertad, desenfreno y subversión. Todo ello ha de chocar necesariamente con las normas establecidas, y así viene siendo desde que los felices griegos -por poner una cota- se reunieran para adorar muy religiosamente a su dios Dionisos.

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