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Vista panorámica de la Sierra de Cardeña y Montoro, ayer.

Alguien está empeñado en que las personas estemos siempre asustadas. Durante siglos se nos inculcó un miedo atroz a los peligros del infierno, y uno no podía vivir libre ni ser feliz ante el temor continuo de adquirir demasiados boletos para aquella estación eterna. Ahora que demasiadas dudas envuelven ya aquellas antiguas certezas, alguien se ha inventado un nuevo horrible destino futuro para la humanidad, un horizonte de desgracias venideras capaces de amargarnos la dicha presente. El infierno es ahora el cambio climático, con su retahila de catástrofes inminentes. Y yo no entiendo por qué hemos de ocuparnos tanto del infierno teniendo el paraíso tan cerca.

Más de 15.000 blogs de todo el mundo hemos decidido hoy ponernos de acuerdo para escribir sobre un mismo tema: el medio ambiente. Se trata de un modo de llamar la atención sobre un problema sin duda importante y también de ir tanteando el poder real de los bloggers. Dejo para otros analistas las sesudas reflexiones y permítanme que yo, por mi parte, cumpla mi compromiso invitándoles a gozar del paraíso. Sin miedos y sin temores.

El paraíso más cercano es nuestro Parque Natural Sierra de Cardeña y Montoro. Es cierto que ésta no es la mejor época para gozar de su exhuberante vegetación y que dentro de un mes o dos el placer será mayor, cuando los verdes exploten en la ladera mediterránea y la vida animal y vegetal bulla en el bosque con toda su intensidad. Pero incluso en este raro otoño, todavía verano tardío, un paseo por la serena armonia de su paisaje constituye toda una inyección de esperanza de que el futuro todavía es posible y que quizás las grandes catástrofes que el porvenir nos depara no acaben definitivamente con todo. Quizás haya un refugio de optimismo en una esquina de la Venta del Charco, desde la que se divisa un rebaño de ovejas pastando ajeno a todo riesgo en la colina poderosa que nos protege.


Centro de visitantes

Nos acercamos de nuevo al Centro de Visitantes Venta Nueva, donde informan con amabilidad y eficacia. Un clásico es, a continuación, dirigirse a la aldea del Cerezo, pero la idea era esta vez llegar hasta el embalse del río Yeguas. El paisaje, insisto, no está en su mejor momento, pero aún así, serpenteando por la imposible carretera que nos guía, uno siente de nuevo estar adentrándose en mundos que creía ya inexistentes. Encinas, robles, pinos, eucaliptos, madroños y olivos se suceden en una película de realidades. Un ciervo majestuoso nos observa desde el otro lado de la alambrada, protegido con su desafiante cornamenta. Convinimos en que la próxima ocasión, provistos de botas y cantimplora, nos aventuraríamos por las sendas de la vegueta del Fresno o el Camino de Vuelcacarretas, veredas interiores del parque, sólo accesibles a pie, donde la inmersión edénica amenaza con placeres sensoriales vedados al común mortal.


Tradicional horno de pan reconstruido en Venta del Charco.

Tras detenernos brevemente en el embalse del río Yeguas y disfrutar de su cola serpentina divisada a lo lejos desde una atalaya de la carretera, recalamos en Marmolejo, donde saciamos nuestra gula con las exquisiteces del menú: paté de perdiz, ensalada hortelana, filetes de venado. Esta es mi lección: disfrutemos del medio ambiente de hoy, por si mañana hemos de sufrir sus rigores.


El embalse del río Yeguas, ayer.


Esta imagen es del invierno pasado: las aves migratorias picotean entre las vacas.


Y esta de la primavera, en las proximidades de El Cerezo.



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