Tres días antes de que
se viniera abajo el techo de las consultas externas del Hospital de Pozoblanco, yo estuve sentado casi un par de horas en esa sala de espera. Aguardábamos allí unas cuarenta personas, muchas más que asientos, gracias a esa odiosa costumbre de citar a varios pacientes a la misma hora, o con un margen de pocos minutos, como si el tiempo de los enfermos fuera menos valioso que el de los médicos o la espera innecesaria se estimara consustancial al tratamiento. Había aquel día allí muchas personas mayores. Si el accidente hubiera ocurrido en aquel o en otro similar momento, quizás hoy hablaríamos de tragedia, quizás hubiéramos sido portada de informativos. El azar esta vez se alió con la fortuna, pero me sorprende la escasa reacción de las autoridades, sólo preocupadas, al parecer, por que las instalaciones
se abran de nuevo cuanto antes. No importa que la espera fuera acompañada del hilo musical de los golpes de martillo en el pasillo de al lado o que para acceder a la rampa que conduce al edificio haya que sortear socavones y alambradas. La inauguración es lo que cuenta, pero quizás la suma de tantas incompetencias algún día nos haga llorar más de la cuenta, y entonces ya será demasiado tarde.
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