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A propósito de epidemias: un soneto de Tomás Murillo

Representación de la mandrágora macho y hembra en una obra de Tomás Murillo.


Tomás Murillo Velarde y Jurado nació en Belalcázar en el seno de una familia ilustre. Estudió medicina en la Universidad de Alcalá de Henares y fue catedrático de Vísperas en la de Granada. Felipe IV lo envió a Andalucía para curar la peste en 1650 y un año después estaba en Córdoba, donde tomó parte en las conclusiones de Medicina que hubo en la parroquia de San Pedro. Vino de Martos, de donde era titular, según cuenta Ramírez de Arellano. Estuvo muchos años de médico en los presidios de Orán (hoy perteneciente a Argelia, pero entonces bajo ocupación española) y en las galeras españolas, por cuyos servicios fue recompensado con la plaza de médico de familia y más tarde con la de la cámara real. También lo fue del regimiento de la Guardia y del Hospital General de Madrid, cargos todos ellos que ostentó también en el reinado de Carlos II. Tras la muerte de su esposa se ordenó presbítero y se dedicó a la curación de personas sin recursos.


La obra en prosa de Tomás Murillo, de carácter más o menos científico, fue juzgada severamente por el médico e historiador ilustrado Antonio Hernández Morejón, quien en su  Historia Bibliográfica de la Medicina Española (1842-1852), considera que todos sus libros “se resienten del mal gusto de su época”. De su obra Aprobación de ingenios y curación de hipocondriacos (Zaragoza, 1672) opina, por ejemplo, que “reúne este libro tal cúmulo de dislates y tal credulidad, que escitan unas veces la risa y otras la compasión”. De Novissima, verifica et particularis hipochondriacae melancholiae curatio (León de Francia, 1672) afirma que “es sin duda la mejor obra que escribió Murillo, aunque tampoco exenta de preocupaciones y sandeces”. Sobre el Tratado de raras y peregrinas yerbas (Madrid, 1674) afirma que “en esta obra adoptó Murillo todas las credulidades de Osbaldo Crolio sobre las asignaturas (…) Escita verdaderamente a risa el ver las láminas que nos presenta de las mandrágoras macho y hembra, representando sus raíces un hombre y una mujer”. 


Conocemos tan solo dos poemas escritos por Tomás Murillo, publicados ambos en sendas obras ajenas. El “Soneto sobre la conquista de Orán” aparece en la obra de Antonio de Santa María, España triunfante y la Iglesia laureada en todo el globo de el mundo por el patrocinio de Maria Santissima en España, editada en Madrid en 1682, en la que se recopilan actuaciones milagrosas de la Virgen en la historia de España. El soneto de Murillo aparece en el capítulo 54 dedicado a los “Triunfos y victorias milagrosas en las plazas de Orán y el Alarache (reinando Carlos Segundo) por el patrocinio milagroso de María Santísima en España”. El poema hace alusión a los sucesos ocurridos entre 1675 y 1678, cuando la plaza argelina de Orán, entonces en manos españolas, sufrió varios asedios por parte de los turcos, con mucho coste de vidas humanas. La situación se agravó a causa de una hambruna producida por la falta de abastecimientos y por una mortífera epidemia de peste declarada en 1678, por cuya causa fallecieron unas tres mil personas. Murillo atribuye a la intercesión de la Virgen el feliz desenlace de tan difícil situación. Tomás Murillo habría vivido personalmente estos acontecimientos durante su estancia en Orán como médico y habría contado su visión de los hechos en una “Relación historial de los sucesos de Orán” que menciona Antonio de Santa María en su España triunfante, obra que, sin embargo, no hemos podido localizar. Al parecer, el belacazareño habría llegado a Orán procedente de Cartagena y habría atendido heroicamente a los contagiados de peste, sacrificando su fortuna en medicamentos para los enfermos.


El soneto dice así:


Que plaza como Orán en quanto encierra

el Orbe, que su ruina lamentaba,

tres golpes juntos, que el menor acaba,

hambre, contagio y el tercero guerra.


Las puertas del auxilio Argel encierra,

por mar y tierra con fiereza brava,

pero cuando seguro blasonaba,

el triunfo de su afán más fácil yerra.


Parecía que Dios obraba omiso

costándole a sus santos mal tan triste

el sudor de sus rostros, y es que quiso


que lo mismo que a su Madre también cueste,

pues sin medios humanos, de improviso,

no hubo asedio, ni hambre, ni más peste.


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