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Heridas necesarias para mantener viva la memoria

Juan B. Carpio ha publicado en su blog una serie de interesantes entradas (una, dos, tres y cuatro, de momento) sobre su viaje veraniego a Inglaterra, comparando con el nuestro el tratamiento que allí se realiza del patrimonio histórico y la forma en que se ofrece al turista que se acerca a visitarlo. Coincido en casi todas sus apreciaciones, que son extrapolables a muchos otros países europeos, especialmente de Centroeuropa. El mimo y el cuidado que se aprecia en el mantenimiento de elementos patrimoniales, incluso a veces de escaso valor, contrasta con el desapego (no voy a decir desprecio) que muchas veces observamos en España hacia obras de mucha mayor valía. Con todos los matices y todas las excepciones, por supuesto.

En cualquier caso, viajar abre los ojos y enseña cómo otros han respondido a cuestiones cruciales que nosotros aún nos estamos planteando. Este verano yo mismo viajé por Austria, ese país de tan grandes contrastes, y aprendí mi lección.

A media distancia entre Viena y Salzburgo, impresionantes capitales de la cultura ambas, cosmopolitas y entregadas espiritualmente a la arquitectura moderna y a Mozart, se encuentra la pequeña localidad de Mauthausen, a la que nadie acudiría si no fuera por los horrendos acontecimientos que su nombre evoca. Mauthausen es un hito principal de la historia europea del siglo XX por haberse mantenido allí uno de los principales campos de concentración masivos de la Alemania nazi, en el que según algunos cálculos se registraron más de 300.000 víctimas. Mauthausen llegó a ser conocido entre los deportados como "el campo de los españoles", no solo por los muchos españoles que allí fueron retenidos (la mayoría republicanos que huyendo cruzaron la frontera francesa en los últimos meses de la guerra civil y que acabaron luego capturados por los alemanes en los primeros momentos de la invasión de Francia), sino también porque, al parecer, fueron albañiles prisioneros españoles quienes construyeron sus instalaciones (hasta el punto de que un superviviente francés llegó a afirmar que «cada piedra de Mauthausen representa la vida de un español»).

Llegar al sitio no es fácil. Sorprende que no haya transporte directo desde las dos capitales nombradas, a pesar de constituir un evidente foco de atracción turística. Incluso yendo en coche particular, la señalización es prácticamente nula hasta que te encuentras ya muy cerca del campo. Hace falta, pues, tener mucha voluntad para acudir a este lugar, como si los austriacos se avergonzaran de ese pasado y no quisieran mostrarlo públicamente más de lo estrictamente necesario.


Interior del campo de concentración de Mauthausen (Austria).

Una vez allí, sin embargo, se agradece la presentación seria y el tratamiento riguroso de un lugar tan icónico y, por lo mismo, tan propenso a la deriva sensacionalista. La entrada es gratuita y todo el espacio está concebido como un homenaje respetuoso a la memoria de los que vivieron y murieron en él (un detalle que me gustó mucho fue el hecho de que cada pasaje descriptivo de la audioguía finalizaba con el testimonio de un prisionero -tomado de los cientos de libros de memorias de supervivientes publicados en todo el mundo- que contaba en primera persona su propia experiencia en aquel lugar, lo que concedía mucha veracidad a la narración). El plano del lugar te lleva por todos los sitios emblemáticos que constituyen un rosario de atrocidades: los barracones, las duchas (horribile visu), las alambradas, las torres de vigilancia, la explanada de las formaciones, la enfermería, los hornos crematorios, el depósito de las cenizas...

Dos lugares me impresionaron especialmente, una vez que otros espantos semejantes y superiores los había conocido ya en el Auschwitz polaco. Por un lado la tristemente famosa "escalera de la muerte", donde muchos prisioneros encontraron su final mientras cargaban pesados bloques de granito que debían transportar desde la cantera al campo. Por otro, el conmovedor "parque de los monumentos", donde muchos países y colectivos de víctimas han levantado memoriales conmemorativos. Emociona contemplar el árbol judío con forma de menorá o el abigarrado muro de las víctimas italianas y, cómo no, la sobriedad granítica en recuerdo a los republicanos españoles.


La "escalera de la muerte" en Mauthausen.

A pocos kilómetros de Mauthausen se encuentra Gusen, una apacible localidad entre cuyas casas se esconden los restos de un subcampo en el que murieron varios ciudadanos de Los Pedroches. Los edificios de esta prisión desaparecieron poco después de la liberación en mayo de 1945, algunos de ellos reconvertidos para el uso privado. Hoy apenas se conserva el crematorio y algunos otros espacios reconstruidos que intentan encontrar su sitio en esta singular topografía del terror.

De este modo, los austriacos han sabido convertir una de las páginas más negras de su historia en un homenaje perpetuo a la memoria de quienes padecieron un espanto que horroriza recordar. Hay una visión serena de la historia en el pabellón museístico de Mauthausen que se esfuerza en recordar los hechos para que no se nos olviden, desconfiados siempre de la debilidad de la memoria humana. El adagio de la historia como maestra de la vida alcanza aquí su máxima expresión: pasear entre las barracas de prisioneros ayuda como nada a comprender los abismos de la naturaleza humana y del aprendizaje se extraen modos futuros de comportamiento. No olvidar para no volver a caer en los mismo errores. Mostrar para que se sepa, para invocar que eso estuvo ahí, que ocurrió, para que las heridas permanezcan abiertas, porque si alguna vez se cierran habremos dado un paso inquietante hacia su imperdonable repetición.


Monumento conmemorativo de Israel a las víctimas judías en Mauthausen.


La inscripción, en varios idiomas, dice: "Homenaje a los 7000 republicanos españoles muertos por la libertad".


Sala de duchas en Mauthausen.


Entrada al campo de Mauthausen.


Crematorio del campo de Gusen.


Recordatorio de las víctimas en el campo de concentración de Gusen (Austria).

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