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Miedo

El viernes doce de marzo tenía que acudir a Madrid para asistir a la segunda sesión presencial de un curso de doctorado. No fui. Por miedo. Suelo viajar a la capital con las lanzaderas del Ave que tienen destino en la estación de Atocha y creí no poder soportar la presencia tan cercana del horror, la amenaza latente de un nuevo desastre. Ahora que han pasado los días veo que fue un acto de cobardía, que nada hubiera pasado y que con mi presencia hubiera contribuido, siquiera mínimamente, a la normalización de la rutina cotidiana, pero también entiendo que cualquier análisis de este tipo a toro pasado carece de validez. ¿Y si...?.

El día once a mediodía telefoneé a un amigo de Madrid, cuya familia vive en Santa Eugenia. El contestador en este caso no fue inocente, sino motivo de inquietud. Ese día, cualquier ausencia provocó los más terribles presagios: los de no saber, los que dan pie a la imaginación, siempre perversa. Por la noche volví a llamarle y ya encontré la placentera indolencia de quien no concibe una preocupación injustificada. Todo estaba bien en su familia, pero la implacable ley de los seis pasos me puso en contacto con una víctima: una amiga de una compañera de trabajo suya había fallecido en uno de los trenes. Siempre todo tan cerca, tan lejos.

Durante estos días no he podido escribir ni una palabra. Ni pensar. Sólo sentir. Y lo más que he sentido ha sido miedo.

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