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Sobre las tres menos cuarto de la tarde del miércoles 20 de agosto, pasados todos los controles de policía y a punto de embarcar en nuestro vuelo de la compañía Swiss con destino a Zurich, una voz por la megafonía del aeropuerto de Barajas anunció a los pasajeros que debían estar pendientes de los monitores para confirmar las puertas de embarque de sus respectivo vuelos, puesto que a partir de entonces no iban a darse más avisos por megafonía. Visto desde hoy, fue la primera señal de alarma, pero entonces nadie le dio la mayor importancia. A las 15.15 h. debía partir nuestro avión, ya estaba formada la cola de rigor delante del mostrador para el control de billetes, y fue entonces cuando los encargados del trámite anunciaron al pasaje que, debido a cierto incidente en la pista de despegue, la partida se iba a retrasar diez minutos. Sin embargo, pasado ese tiempo, no se dio de nuevo aviso de embarque. Las pantallas anunciaban ya retraso en todos los vuelos.

Pronto comenzaron a sonar los móviles de los que nos encontrábamos en espera, ajenos a todo lo que pasaba en el exterior. Al parecer, por la televisión habían dicho que se había producido un accidente en un avión al despegar y se hablaba de siete muertos. Familiares y conocidos de los que íbamos a viajar llamaban angustiados, pues todavía no se conocía el destino del vuelo accidentado. Tampoco se sabía con certeza si era realmente un accidente o, como pasaba por la mente de todos sin que nadie se atreviera a decirlo, un atentado.

En la espera, entré en una tienda del aeropuerto más con intención de curiosear que de comprar nada y encontré a un grupo de viajeros arremolinados cerca del mostrador, donde sonaba una emisora de radio. La locutora hablaba con un responsable de Spanair, pero la entrevista se interrumpió para dar cuenta de un despacho de EFE que cifraba ya la cifra de víctimas en cuarenta personas. Los que íbamos a volar dentro de pocos minutos contuvimos la respiración y nos alejamos de allí en silencio, reflexionando sobre la decisiva contundencia del azar.

Por la megafonía seguían sin darse instrucciones. Ya todos los presentes tenían una idea general de que algo había ocurrido, sin saber muy bien qué. Sobre las cinco de la tarde me atreví de nuevo a acercarme a la tienda para escuchar la radio, que la encargada había decidido conectar ya a los altavoces de su hilo musical para que se oyera por todo el establecimiento. “Informaciones de última hora hablan de que tan sólo una veintena de pasajeros se habrían salvado y que todos los demás han fallecido, unos ciento cincuenta”. Al levantar la vista vi que se había formado la cola frente al mostrador de embarque de mi vuelo y acudí corriendo a la llamada. La noticia había llegado también a través del móvil a varios de los que se encontraban allí. Algunos lloraban quedamente y en la mente de todos se libraba una urgente batalla: qué hacer. En silencio, en desfile ritual, todos cruzamos el tubo que nos introduce en el avión, sabiendo que partíamos sin saber muchas cosas, entre ellas la principal. Eran las 17:30 horas aproximadamente. Cuando el avión finalmente arrancó, en esos tremedos segundos inclinados de ascenso a los cielos, sin que ninguna voz se oyera, pienso que todos, incluso los no creyentes, rezamos mentalmente una oración: por el alma de los que habían muerto en el otro avión, pero también, y sobre todo, por la vida de los que íbamos en el nuestro.

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