¿Condenadas a desaparecer?
En el último número de su boletín informativo La Alacena, la Asociación para la Defensa del Patrimonio Histórico de Pozoblanco "Piedra y Cal" plantea el problema de la siempre complicada recuperación del patrimonio arquitectónico popular, poniendo como ejemplo dos monumentos funcionales de la localidad: la acequia de la huerta de Don Pedro y un horno alfarero. No sabría exactamente en qué categoría incluir a ambos, si como arquitectura preindustrial o como tecnología popular, pero el caso es que se trata de dos muestras muy interesantes que documentan un pasado laboral de la comarca hoy ya abandonado y a las que, estando ubicadas en propiedades particulares, aguarda un futuro bastante incierto. Se lamenta La Alacena de que "los propietarios de estas construcciones se vean impotentes para protegerlas y mantenerlas con cierta dignidad, aun a pesar de sus deseos, dado lo gravoso que supone el hacer frente a las reparaciones adecuadas para su propia conservación". Y, sin embargo, este planteamiento tan sólo en parte es acertado.Ocurre que la sociedad en general, enferma de un cierto mal de falta de responsabilidad pública y compromiso cívico, se complace generalmente en delegar hasta los más mínimos asuntos en manos de las distintas administraciones, como si el Estado tuviera que salir al frente de cualquier aspecto que nos inquiete y, aun denunciando a veces el excesivo intervencionismo gubernamental, fuéramos incapaces de actuar a nuestro modo, con criterio propio y libre albedrío ante problemas y circunstancias en las que la presencia de las instituciones públicas no resulta realmente necesaria. Y no me quiero referir ahora en concreto a estos dos casos, de los cuales desconozco exactamente su situación y la de sus propietarios, pero en muchas ocasiones parece difícil de aceptar que los dueños de inmuebles de evidente valor etnológico no dispongan de los mínimos recursos adecuados para su mantenimiento, y más bien se evidencia, con frecuencia, que muchos estados de abandono se deben al escaso compromiso que los ciudadanos individuales manifiestan hacia las propias muestras de su patrimonio histórico, a pesar de que habitualmente, por las implicaciones familiares y sentimientales de las construcciones, deberían ser ellos los más interesados en su conservación sin intervención ajena.
Las subvenciones no lo arreglan todo. Habría que aprender que las inversiones privadas también aumentan el valor de los inmuebles y, con imaginación, se puede combinar nuestra colaboración altruista al mantenimiento del patrimonio antropológico comarcal con el aumento del valor puramente mercantil de nuestras propiedades, puesto que la incorporación de esos componentes histórico-artísticos, imposibles de conseguir de otro modo, contribuirá a la individualización del edificio y al incremento de su valor meramente material. Pero, sobre todo, la conservación de estos elementos singulares aumentará más que nada su valor íntimo, el que, por tratarse de construcciones privadas muy enraizadas todavía en la vida de los antepasados más cercanos, ha de ayudar a comprender que la defensa del patrimonio monumental tiene que empezar, básica y fundamentalmente, por el ciudadano convencido de su provecho personal y afectivo. Lo cual, dicho sea de paso, no exime al Estado de su responsabilidad.
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