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Añora afianza su fiesta de la Candelaria

Uno de los candelorios de la noche del sábado en Añora [Fotos: Solienses].

Y al final las circunstancias sobrevenidas consiguieron rescatar el auténtico espíritu de la fiesta. La amenaza pandémica desaconsejaba la organización de una verbena que pudiera reunir a demasiadas personas y el ayuntamiento tuvo el buen acuerdo de quitarse de en medio y dejar el protagonismo a los verdaderos artífices de la Candelaria, que es una fiesta popular y no institucional. Estos límites se han ido perdiendo en las últimas décadas, otra consecuencia más de la despoblación, y los ayuntamientos han ido asumiendo tareas del ciclo festivo anual que no le correspondían pero a las que se veían obligados a atender a fin de evitar la desaparición de muchas celebraciones. Ello ha terminado provocando, por desgracia, la transformación de numerosos rituales festivos, que han perdido su carácter puramente popular para convertirse en una convocatoria institucionalizada, como una representación teatral, un concierto de música o una competición deportiva, espectáculos muy dignos todos ellos, pero que no responden al concepto de fiesta popular.


Porque las fiestas son otra cosa. Las fiestas populares, quiero decir. Son manifestaciones esenciales que responden a la necesidad que tiene una comunidad de expresarse periódicamente con la finalidad de reforzar los lazos de cohesión interna y remarcar las particularidades que la definen como sociedad diferenciada frente a otras vecinas o lejanas. Las fiestas son un elemento fundamentalísimo de identidad colectiva que debe ser modelado por la propia comunidad que las sostiene. Cuando las instituciones se apoderan de ellas, bien por voluntad propia o por mera necesidad, se pierde el espíritu esencial que las sustenta y se convierten en otra cosa que nada o poco tiene que ver ya con su sentido originario.


Un grupo de niños y niñas socializan junto a su candelorio.

Durante las últimas semanas se ha visto en Añora a niños y jóvenes acarreando leña de encina, restos de poda de olivar y materiales combustibles de desecho para almacenarlos en sus lugares secretos y luego, durante la mañana del sábado, formar los grandes candelorios en las afueras del pueblo, en una muestra emocionante de tradición popular revivida. No es el ayuntamiento el que instala una gran encina en la plaza del pueblo, sino las pandillas de amigos, de vecinos o de cursos escolares los que se reúnen, con la ayuda imprescindible de sus padres o hermanos, para recrear una vocación colectiva de identidad local. Al anochecer se encendieron las hogueras, con la concurrencia justa de los implicados, entre gritos y jolgorio. No acudieron autobuses de turistas ni visitantes foráneos dispuestos a contemplar la secuencia como quien asiste a una representación artificial. Allí todo era auténtico. Y a las pocas horas, el fuego se consume y todo el mundo a su casa, porque la fiesta, con todos sus significados de purificación y renovación, ha terminado. El ciclo festivo no debe forzarse ni conviene imponerle significados impropios. El nacimiento de nuevas tradiciones no debería consentirse a costa de otras que se nos han transmitido tan elaboradas durante generaciones. 


Los grupos recorren los diferentes candelorios.

Candelorio junto al depósito de agua.

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